viernes, 22 de junio de 2012

Miguel Soño...


CAPÍTULO IV


Miguel, tenía curiosidad por todo y sobre los oficios sobremanera, por ello, faltaba a las clases, las más de las veces, investigando por los astilleros.
Le encantaba ayudar a recoger el chapapote de los pozos y no le importaba su fuerte olor. Una vez caliente, junto con la estopa, servía para calafatear las heridas, las aperturas de los listones o tinglados en los cascos de los barcos y en sus cubiertas.
En una ocasión le tomaron el pelo encargándole que trajera la caja de las herramientas del carpintero de rivera, que tendría casi una vara por un codo real de rivera -también llamado tres dedos-, de alto y ancho, (83 x 57 x 57 cm). Al intentar levantarla casi deja el brazo. Lo intentó de nuevo tirando con las dos manos; al ver las risas de todos, pensó que estaba clavado en aquella base para sostener la nave en construcción. Cuando iba a tirarles con barro, comprobó que el ayudante del carpintero recogía con facilidad ese peso. Aquel cajón albergaba multitud de herramientas, martillos, legras, azuelas, garlopas, formones, tenazas y algunos clavos, podría pesar alrededor tres arrobas, (33 kilos). Entonces comprendió porqué todos aquellos hombres tenían los brazos grandes, con fuertes musculaturas y espaldas anchísimas, tanto como los pucheros de cobre o alfarería, utilizadas por su madre para las grandes comidas, donde según le contó ella, le metía de pequeño, para que no se lastimara gateando por la cocina.
También allí era feliz. Veía el trajín de las chalupas cargadas de pescado y en alguna ocasión, cogía de los cestos algún calamar para salpicar de tinta a Tomás.
Los dos amigos quedaron en el patio de la iglesia pero, a Miguel le gustaba más meterse entre los esqueletos de las estructuras, entre aquellas cuadernas de roble en las que empleaban madera verde -preguntó el por qué y le dijeron que era más fácil de arquear-, o subir a las cubiertas sin terminar, donde igualan los baos para que asentara bien todo el revestimiento. La semana anterior había visto cómo colocaban la tapa de regala y remataban el forro al barraganete. Lo hacían con una maestría envidiable y Miguel ansiaba ayudarlos.
Miraba con extrañeza el cepillo curvo, el padre de Tomás no lo tiene por su taller y tampoco la falsa escuadra. Colocarán acto seguido, el puente donde se pondrían las catapultas de madera y hierro, las calderas en las que se prenderían los proyectiles para lanzarlas hacia los barcos enemigos. -cavilaba cómo lo harían, se sentó en popa donde situarían el timón de caña, se hizo con una brújula imaginaria y se figuró las órdenes que tendría que dar: ¡A estribor a toda vela, mantén la latina tensa!-.
Constantemente soñaba…
Quería ser el capataz que mandaba a los remeros a bordo, compensarles después de la batalla ganada con pan, cecina, agua y aquellos limones que protegían del escorbuto de tantos días navegados o en lucha, y la promesa de que al regreso, les retribuiría con suplementos de algunos maravedíes más del pago estipulado y repartiendo garrafas de aquel brandy que tanto les gustaba.
Sería médico a la vez; sí, sabría curar las heridas y sacar las muelas careadas que hacían gritar al más fuerte de los hombres. Él lo había visto. También quería ser herrero, fabricaría sus propias armas, sus escudos e incluso el casco para las justas, como las que vio en la  playa grande a marea baja. Los jinetes iban montados en los caballos más bonitos que nunca vio. Se imagino a sí mismo, adornados con telas de colores y cabalgando con elegancia o en ataque, como aquellos caballeros con los escudos de sus armas pintados e igualmente, bordados en los estandartes, vestidos con mallas y armaduras relucientes al sol, espuelas preciosas y brillantes, portando lanzas largas, adornadas con flecos que colgaran al viento...
Fue testigo también de las peleas a pie para entrenamiento de los soldados que pronto partirían, unos por tierra y otros embarcados, lo hacían con espadas, puñales, bolas o mazas con clavos, pesadísimas, pendiendo de aquellas cadenas para impulsarlas con fuerza, con arcos y el carcaj lleno de punzantes flechas, adornadas por plumas teñidas con los colores de la bandera que lo identificaba, un valuarte que debían defender contra viento y marea, pues de perderla en las batallas u otros conflictos, simbolizaría la derrota. Pretendía ser el dueño de esas armas preciosas con grabados, auténticas obras de arte llenas de adornos... Quería una espada labrada como la Tizona del Cid.
Se les adiestraba a casi todos, porque los hombres, por medio de levas, eran arrancados de sus hogares, quisieran o no, ajenos a la milicia profesional. Su padre le dijo que algunos fueron ejecutados por negarse. Solían ser los más jóvenes y fuertes, dejaban sus familias sin ayuda, merced de los pechos o diezmos que habían de pagar como impuesto a la Iglesia, y hasta la mitad de lo restante a sus señores feudales. Lo injusto era que los nobles urbanos, estaban exentos de satisfacer impuestos indirectos, como los mercaderes, los artesanos enriquecidos, incluidos los caballeros. Él, iría voluntario a la guerra.




Textos, Ángeles Sánchez Gandarillas
Ilustraciones, J. Ramón Lengomín
Noviembre, 2010

3 comentarios:

  1. Pinchando sobre las ilustraciones, las puedes ver más grande y con más detalle

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  2. Seguimos enganchados a la historia un viernes mas,en cuanto a los dibujos de esta semana encuentro muy divertido el del sacamuelas! y tiene ademas un toque de ironia.

    Los Cámbaros.

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  3. Sí, quizás Antonio del Corro necesitó de un sacamuelas y Miguel fuera el único que sabía curar, es posible que a raíz de esta situación, Corro tomara a Miguel a su sevicio personal y lo llevara a los muchos viajes de este Inquisidor Bueno y la historia podría continuar, incluso, con amoríos de Miguel, secretos de alcobas, cartas traicioneras, espadas y venenos, ufffff...
    Lines y gracias por la idea.

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